LA CASA DE LOS VIEJOS

La vieja me sirvió unos mates, bien calientes y medio dulsones, esos que siempre les gustaron a ellos, pero parecía que esa mañana, por primera vez, cobraban sentido. Tenían sabor a algo que se sabe se va a perder… era el gustito de lo que se deja. Las costumbres que por hábito uno no disfruta, pero de un día para el otro, cobran suma importancia, cuando uno ya no las tiene. Sabía que extrañaría la cocina de casa, con mamá inclinada en la mesada, de frente a la ventana. Su rostro mirando de tanto en tanto el exterior… y sus ojitos color miel tornándose transparentes cada vez que levantaba el rostro y el sol la iluminaba. Papá, en una vieja bata, desayunando mientras recorría el diario. con su voz ronca de la mañana. Su exactitud para sacar la pava del fuego. Jajajj y sus pancitos tostados con mermelada. La piel de mamá recorrida por contrastes de sombra y luz cada noche que se quedaba dormida con el velador prendido. El olor de su ropa; el perfumito! le decía yo. las siestas de papá en el sillón con la mùsica fuertisima.
Ay! Ya el reloj sentenciaba, debía irme. Deambulando por casa, ya no sabía que hacer, estaba todo listo pero algo me retenía… nos retenía. Mamá, luego de compartir el desayuno conmigo, rápidamente se cambio. Papá agarró mi mochila y la metió en el auto. Con la tranquilidad que lo caracterizaba, abría y cerraba el baúl, mientras con un tango encendía el motor y el cigarrillo mañanero. Aproveché ese momentito a solas y mire la casa. Todo cálido, el solcito en el jardín en un pequeño cuadradito de pasto justo sobre las ortencias, el gato enroscado a los pies del rosal, todo el papelerio de teatro de mamá en el mostrador de la cocina. Quietita apoyada en el calorcito del radiador miraba; los muebles, los detalles que decoran, los cuadritos en la pared, los portarretratos familiares. Esa foto de la comunión, en la que soy pequeña y tengo el abrazo de mis hermanos.
Quedaban solos los viejos. Solos y con los recuerdos…Suspire y salí a la puerta. Los tilos en la vereda, en hilera contorneaban mi cuadra y las que seguían allá, por el adoquín hacia el oeste. Eran los árboles y el aroma a Floresta. El barrio donde nací, las calles donde aprendí a andar en bicicleta. Aún recuerdo la primera, con rueditas, naranja oxidado, ya había pasado por las manos de todos los nenes de la familia. Una tarde me dejo de a pie! Se partió a la mitad. Jajaaj! Volví caminando con dos partes: manubrio y rueda delantera y por otro, asiento y rueda trasera. También recordé la que me compró mi abuelo, una bicicleta linda, roja, que especialmente fuimos a comprar por Flores una tarde de sábado invernal. La elegí, allí de entre otras, en aquella bicicletería de esquina. Y la probé en una vuelta manzana! A toda velocidad, esquivando baldosas rotas, sintiendo el frío en la cara.
Sintiendo frío en la cara volví a suspirar, profundamente, como despertando de tantos recuerdos… tambaleando, haciendo equilibrio con los pies a medias en el segundo escalón de la puerta de casa. Así me sentía; a medias, diciendo adiós a mi vida y despertando a un nuevo destino. Hojitas amarillas sobre el capot, gotitas de la llovizna de anoche. La sonrisa de papá, ya listo en el auto me apuraba. Y mamá que buscando las llaves para cerrar la puerta, me desplazó de los escalones.


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